domingo, 26 de octubre de 2014

Ni el flaco perdon de Bou

Por Hugo Asch

“‘No olvida nada, pero perdona todo’. En tal caso se odia doblemente a esa persona, pues avergüenza por duplicado, con su memoria y con su magnanimidad.”
Friedrich Nietzsche (1844-1900);   ‘Virtudes peligrosas’: Aurora (1881)

Gustavo Bou, cuerpo sólido, ojos de asombro, habla lo necesario y desdeña el énfasis, los excesos gestuales. Nunca perdió ese tono algo triste; ni cuando hacían cola para gritarle las peores cosas, ni ahora que la gente de Racing lo imagina como una mezcla de Robert Lewadowski, Kun Agüero y Wayne Rooney. Su único desborde emocional lo vimos todos. Fue el Día de la Madre, luego de convertir el segundo gol contra Vélez. Su mamá, que murió cuando él tenía 15 y la peleaba en las inferiores de River, fue quien le hizo prometer que si algo le pasaba, debía ser fuerte y no abandonar el fútbol, porque ella lo iba a ayudar siempre “esté donde esté”. Cuando entró al área, enganchó y definió a lo crack, levantó los brazos y se quebró. Lloró sin disimulo, y besó largamente su tatuaje: “Aunque mis ojos no te puedan ver, te puedo sentir, sé que estás aquí”, dice, sin decir. Todos se conmovieron con la historia de ese entrerriano callado y sensible que, un par de meses antes, nadie quería en el equipo.
¿Estamos frente a un crack tardío, una de esas apariciones mágicas que surgen cuando los planetas se alinean y desaparecen para siempre las inhibiciones? ¿Es Racing su lugar en el mundo? ¿O lo suyo es sólo una racha pasajera, esas jugadas irrepetibles que ahora salen solas, tan fáciles, y pronto regresarán al inasible territorio de los sueños? Ah, misterio.   

La ley de Andy Warhol también se aplica al fútbol. Cada jugador que llega a Primera tiene asegurados sus 15 minutos de gloria, el partido de su vida. Lo tuvo hasta el entrañable Cosme Zaccanti, lateral diestro de los 90 en Racing, flaco, veloz en la proyección, menos fuerte en la marca, con ciertas impurezas en el manejo que lo mostraban más torpe de lo que en realidad era. En diciembre de 1991, contra Vélez y en Liniers, lo vi jugar mejor que el mejor Cafú: dos goles, dos pelotas en los palos, imparable. Ovación final, un 10 en todos los diarios. Fue consagración y despedida. Nunca más.
“Perdón Bou”, puede leerse en banderas torpemente escritas; la marca del hincha genuino, pasional, excesivo, ingenuo, contradictorio, rehén de sus sentidos más primarios. Se disculpan por no haber intuido la virtud en aquel delantero que entró por la ventana y de la mano de Bragarnik, última encomienda para Cocca & la Banda del Representante.
Por alguna razón, ciertos periodistas también piden perdón; o eso parece que hicieran, mientras destacan el gran momento de Bou y los méritos de Cocca, el único que confió en él, el que supo ver lo que nadie veía, o pocos, y lo sumó a su plantel seguro de sus condiciones: potencia, habilidad para moverse en los últimos metros, buen juego aéreo, frialdad para definir, astucia para anticipar a los defensores en una zona caliente donde hasta los centímetros cuentan.

Esos colegas, emocionados por sus ocho gritos en nueve partidos, sonríen cancheramente y ahora minimizan la historia de los técnicos y los jugadores, todos muchachos de Bragarnik –propios, satélites– que llegaban tomaditos de la mano, como una familia. La omnipresente santísima trinidad de Defensa y Justicia-Tijuana-Godoy Cruz; Almirón, hoy a salvo de mayores críticas por su colchón de puntos; Cocca, al borde del abismo por el clásico perdido y ciertas frases poco felices, rescatado por la levantada del equipo y su héroe menos pensado.
Cuando supe que Bou había firmado para Racing, usé la ironía para encontrar una razón más sólida que la de ser representado por Bragarnik, una razón que justificara su sorprendente contratación. Dije que Cocca seguramente confiaba en su killer instinct: 16 goles en un centenar de partidos, efímeros pasos por River, Olimpo, Liga de Quito y el primer semestre de 2014 en Gimnasia, con 13 salidas y un solo grito. Su historia estaba ahí, a la vista, y no daba para ilusionarse.

Me pasa cada vez que veo un musical de Broadway: aparece el chorus line y yo pienso, asombrado, “¡Wow! El último de esos bailarines le ganó el casting a cientos que se morían por estar en ese lugar”. Bueno, en el fútbol pasa algo parecido. Si un jugador supera el filtro de Inferiores, llega a Primera y se mantiene, algo tiene, pueden estar seguros. También Bou. Confiar en su talento natural contra la opinión de la mayoría ha sido, en todo caso, mérito de Cocca o de quien lo representa. Habrá que reconocerlo si el chico mantiene este nivel, y también si la historia no termina en Europa sino... en el inevitable Tijuana.
Me alegra que Bou juegue cada vez mejor, que haga goles, que sea idolatrado. Pero ni yo ni nadie debiera disculparse por no haber creído en él, o por criticar las formas. Al contrario. Racing podrá pelear el título o ganarlo, Blanco ser reelecto y Cocca confirmado, pero nada borrará la historia del curioso manejo de sus refuerzos.

Bou llegó por ser jugador de Bragarnik; y la historia se repite con Emanuel Aguilera, defensor de Godoy Cruz, otro hombre “de la casa” que obviamente jugó en Defensa y Justicia, estuvo muy cerca del Tijuana y acaba de llegar a Independiente para reemplazar al lesionado Vallés. ¡Oh, pero qué chico es el mundo, chicos!
No me importa nada si Pep y Mourinho hacen lo mismo en el fútbol de elite. Tampoco me importan los que juran que lo mejor es rodearse de amigos, de tropa propia, más allá de todo. Ni los que piensan que si son buenos y ganan, todo bien, gracias, sigan así; idénticos a los que repiten, cínicos, “roban pero hacen”. Aj.
Ojo, muchachos, porque “…la victoria y el fracaso son dos impostores que hay que recibir con idéntica serenidad y un saludable punto de desdén”. Eso decía Kipling, siempre tan citado por Borges.
Y no por ser jugador de Bragarnik, justamente...


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