sábado, 29 de noviembre de 2014

Lengua madre

Reina Maraz fue detenida en 2010 acusada por el homicidio de su esposo pero fue cuatro años más tarde, cuando ya estaba sentada en el banquillo de un juicio oral, que su voz pudo ser escuchada y que supo cabalmente por qué la tenían ahí. Hasta entonces, no había contado con traducción oficial en su lengua, quechua, ni siquiera para comunicarse con su defensor. La condenaron a prisión perpetua con pruebas objetadas, no se tuvo en cuenta su relato cuando por fin consiguió hacerlo inteligible. La violencia a que la sometía su marido, los abusos sexuales, el desarraigo obligado, la exclusión; nada de eso fue registrado por las tres juezas del tribunal de Quilmes que aplicó la pena.
Con el apoyo de la Comisión Provincial por la Memoria y otras organizaciones independientes se está presentando la revisión de su causa. Mientras, Reina cría a la hijita que parió estando presa y sueña con volver a encontrarse con sus hijos mayores. Sueña con que la lengua de su madre y su abuela, la lengua de su pueblo que no reconoce fronteras como las políticas entre Argentina y Bolivia, su propia lengua pueda ser valorada.

Por Roxana Sandá
Con ojos de lamento. Así observa Reina Maraz a ese mujerío que se aproxima al umbral de la casa de material aún en construcción. No tiene frío pero debe esperar adentro, recibir desde adentro, en un patio techado donde se come, se duerme, se ven pasar las horas a través del enrejado y sin excepciones se pone en remojo la ropa de Abigail, su hija de tres años que mira con recelo la pulsera electrónica que lleva su mamá en el tobillo izquierdo, tras la condena a cadena perpetua que le impuso un tribunal de Quilmes por considerarla culpable de la muerte de su marido. “El Limber” Santos, como ella lo nombra, un violento que siempre la agredió física y verbalmente, que atentó contra su vida más de una vez y que la entregaba a un vecino, “Tito” Vilca Ortiz, en prenda de pago de sus deudas. Ya no tiembla como el día que Limber llegó a pegarle durante ocho horas, pero le transpiran las manos cuando lo recuerda. “No sé qué pasó, yo lo quería tanto...” dice en quechua, su lengua materna, la que va traduciendo para esta entrevista Jimena Muñoz, compañera quechua parlante de la Asamblea de Mujeres de la Villa 20, de Lugano.

Está ansiosa. La semana próxima, su defensor oficial, José María Mastronardi, va a presentar un recurso de apelación ante el Tribunal de Casación para anular la sentencia por homicidio doblemente agravado por alevosía y premeditación que firmaron las integrantes del Tribunal Oral N° 1 de Quilmes, Silvia Etchemendi, Marcela Alejandra Vissio y Florencia Butiérrez, tres mujeres que jamás creyeron en su relato ni la registraron cuando habló de las múltiples violencias sufridas, de la exclusión, los abusos sexuales y un desarraigo consternado. Porque pasó mucho tiempo hasta que Reina comprendió el motivo de su detención. No habla español y la Justicia tampoco aportó un intérprete que le posibilitara la comunicación entre las juezas, el fiscal Fernando Celesia que la acusó de asesinato premeditado, y su defensor. No hace mucho, Mastronardi reconoció que si ese puente idiomático hubiera existido desde el principio, otras habrían sido sus herramientas para ejercer la defensa. Detenida desde diciembre de 2010, recién pudo dar su testimonio por primera vez en quechua en marzo de este año, durante el juicio oral. Pasó más de un año encerrada en comisarías y finalmente trasladada a la Unidad 33 del penal de Los Hornos sin comprender el proceso penal por el cual estaba detenida, hasta que la Comisión Provincial por la Memoria, en una de sus visitas habituales a esa unidad, tomó intervención del caso y logró que la Suprema Corte bonaerense le asignara una intérprete de lenguas originarias, porque en la Asesoría Pericial del Poder Judicial de la provincia de Buenos Aires sólo hay traductorxs de idiomas “convencionales”. Aun así, la Justicia tardó tres años en aceptar la incorporación oficial de la intérprete Frida Rojas.

“No entiendo por qué me pasó todo esto”, dice en un susurro que sólo quiebra la carretilla de su tío sobre el cemento alisado. Están arreglando la casa para que las mujeres, la niña y los niños de la familia puedan ampararse mejor el próximo invierno. “Es el ayñí”, pronuncia la intérprete. “Quiere decir hoy por ti, mañana por mí. Es un deber de familias.”

Desde que atraviesa la pena domiciliaria otorgada luego del nacimiento en prisión de Abigail, la tercera hija que tuvo con Santos –los otros dos niños de 9 y 7 años regresaron a Bolivia con su abuelo materno–, se siente “en paz”. Por haber encontrado familiares en la Argentina y por haber salido de un infierno que duró diez años.

“Soy de Avichuca, un pueblo de Sucre. Vine a la Argentina en 2009 obligada por mi marido; él había llegado antes y después de dos años fue a buscarme. Yo no quería dejar mi país, entonces tenía 21 años, pero me amenazaba con quitarme a los chicos. Vivimos un tiempo con mis suegros y después con mi cuñada. Siempre sufrí violencia y siempre dependí de sus decisiones porque no sabía cómo expresarme; él hablaba español y mi cuñada me había sacado los documentos. Limber tomaba, me pegaba sin motivos, no me dejaba hacer nada pero debía acompañarlo a todos lados. Cada vez que llegaba mareado, ya sabía lo que me esperaba.”

–¿Los chicos también sufrían violencias?

–Sí, les pegaba con cables y les hacía sangrar. Después me pegaba a mí delante de ellos y se ponían a gritar “¡mamá, mamá!”. No le importaba delante de quién, siempre me golpeaba. En la pierna derecha tengo como un moretón marrón que me quedó, y el estómago lo tengo duro de tantos golpes de puño y patadas. Por eso mi segundo hijo nació antes de tiempo con complicaciones.

–¿Y tus suegros y tu cuñada no intervenían?

–No, ellos tampoco me querían. Me trataban como a una sirvienta. Mi cuñada no me hablaba ni me miraba, sólo decía “vos cociná”. Y yo no sabía preparar lo que me pedía porque en Bolivia cocinamos diferente, y más todavía en el campo. Se molestaba, me arrancaba las cosas de las manos y cocinaba ella. Me gritaban que cómo podía ser tan tonta, me decían que me fuera, que nadie me quería ahí. Pero adónde iba a ir yo sin mis hijos y sin saber dónde estaba.

Cuenta que su mamá, en Avichuca, no quiso que viajara a la Argentina porque sabía de los maltratos. Reina no le confesó que un día en lo de su cuñada “él se volvió loco”, giró una perilla de gas y con un encendedor trató de prenderla fuego. “Si no le hubieran sacado el encendedor, todos los que estábamos ahí nos habríamos quemado vivos.” También le evitó el disgusto de saber que temblaba como una hoja cuando colocaba las monedas en la máquina del colectivo para sacar el pasaje, por miedo a que se trabaran y Santos reaccionara mal. “Le tenía más miedo a él que al colectivero, pero no había caso, no podía aprender.”

–¿Pero por qué le tenías miedo al colectivero?

–Porque le tengo miedo a todos los hombres.

En cuerpo y voz

Reina hace frazadas. En Avichuca tejía unas muy bonitas, con su terminación. Aquí, en la casilla de Florencio Varela, su marido sólo le permitía ayudarlo a apilar ladrillos para una ladrillera que los empleaba a él y a su vecino, “Tito” Vilca Ortiz. Los hombres bebían juntos, salían de juerga por las noches, iban a los boliches y algunas veces al Mágico de Liniers, el último sitio donde se lo vio a Limber Santos antes de morir. Hubo algunos préstamos de por medio, deudas que Vilca Ortiz nunca cobró y que Santos decidió saldar con el cuerpo de Reina. “Tito me violó dos veces. Se decía amigo de mi marido, le prestaba plata y a cambio Limber me entregaba. Yo le preguntaba cómo podía hacer algo así conmigo, pero me decía que me callara; se iba, no le importaba nada.” Vilca Ortiz, también detenido por el asesinato de Santos, habría llegado a decirle al vicecónsul de Bolivia, Jorge Valentín Hermes Rodríguez, declarante en el juicio, que “se le había ido la mano”, pero estos dichos no fueron tenidos en cuenta por el tribunal. El hombre murió de cirrosis hace unos meses, en la Unidad Penitenciaria de Florencio Varela. “Entró en la cárcel acusado junto conmigo y para defenderse y negar las violaciones me gritaba delante de los policías ‘¡cómo puedo haberme fijado en vos, si eres vieja!’. Pero eso no es lo que dolió verdaderamente, sino el calvario que empecé a vivir con mis hijos, que los indujeron a odiarme.”

Desde que Santos desapareció hasta una semana después, cuando hallaron el cadáver envuelto en cuerinas y semienterrado en un terreno cercano a la casa, Reina lo buscó junto a sus hijos y sus suegros por hospitales y comisarías. El viernes de su detención también lo estuvo buscando; para cuando volvió a la casa los niños ya no estaban y al mayor, de cinco años, lo habían llevado a declarar a la comisaría. “Desde entonces no volví a ver a los chicos”, apropiados por sus suegros, es decir sus maltratadores. Más tarde, en una Cámara Gesell considerada a todas luces irregular por los peritos de la defensa, el niño relató una serie de sucesos de los que se valieron para precipitar la condena (ver recuadro). La causa se armó con hilos de informes policiales, testimonios de vecinos y de la familia agresora. Por si fuera poco, a esto se le suma la barbaridad procesal de base de desestimar la voz de Reina, ignorando principios básicos del derecho humano a defenderse en el idioma originario, el respeto a la etnia y a la interculturalidad. Vale preguntarse si la estructura judicial, conocido bodoque monocultural y hegemónico, se habrá anoticiado de que las figuritas del Día de la Raza no corren más gracias a un decreto presidencial que promueve el Día de la Diversidad Cultural. “La palabra no es un accidente, es energía”, expresó con acierto el presidente de la Comisión Provincial por la Memoria (CPM) y Premio Nobel de la Paz, Adolfo Pérez Esquivel, presente durante el juicio, a la agencia de noticias en red Andar. “Aquel que utiliza su palabra tiene otra fuerza y otro sentido.”

El sonido y la furia

Los primeros siete meses de detención fueron en una comisaría de Quilmes. “Era un cuarto pequeño, como un baño compartido con otras cuatro personas. No entendía lo que me decían; los policías hablaban entre ellos y se burlaban de mí. En esos meses dejé de menstruar porque estaba embarazada de Abigail. Intenté decirles, pero no me hacían caso.” Sólo la ayuda de una compañera ocasional, una mujer tucumana quechua parlante, logró que se fijaran en Reina y su panza casi al término del embarazo. “Parí en un hospital de La Plata. Fue el único lugar donde me trataron bien en todo este tiempo. Estuve allí tres días, pero me pusieron una argolla en el tobillo para encadenarme a la cama. Dijeron que era por si me escapaba.”

–¿Alguna autoridad policial, judicial o del mismo hospital intentaron comunicarse o entender lo que decías?

–No. Todos se reían o se hacían los tontos. Creo que por eso durante dos años no tuve sensaciones, era como si estuviera muerta, encerrada en un lugar, sin pensamientos. No supe de qué se me acusaba hasta que en Los Hornos conocí a Mariana Katz (directora del Programa Pueblos Originarios y Migrantes de la CPM). Gracias a ella y a la traductora Frida Rojas pude saber. Por primera vez vi papeles con las declaraciones de mis hijos. Hasta entonces me hicieron firmar cosas que no entendía.

Los Hornos fue el broche de hiel. Reina decidió cursar primer grado pero sentía vergüenza y abandonó el intento. “Es que hasta las presas se burlaban de mí. Me hablaban, pero no sabía qué contestarles porque no les entendía. Les tenía miedo, eran diferentes. Fueron malas conmigo.” No tenía a quién preguntar, le asignaron celda con una mujer que “estaba drogada todo el tiempo”. Lo único que hacía era llorar. Hasta que conoció a Marina, “una paisana boliviana de Cochabamba que hablaba quechua, y que me ayudó a comer”. Reina pasaba días sin alimentarse, no comprendía el sistema de la ranchada ni cómo procurar los alimentos. “Me explicó que en la unidad si quieres comer debes cocinarte, porque si no, no te van a dar nada.”

El regreso al penal fue con Abigail en brazos y dos tachos de veinte litros. “A días de tener la bebé me hicieron baldear el pabellón cargando esos tachos. Me decían ‘concha de la lora, concha de tu madre’, me trataban con palabras ofensivas pero aguantaba por temor a que nos hicieran algo a las dos.”

La sentencia del TOC 1 de Quilmes en octubre marcó varios hitos lamentables por lo discriminatoria, objetable en sus apreciaciones, reproductora a rajatabla de la acusación del fiscal y sorda a conciencia cada vez que desoyó la voz de Reina. Llama la atención el fallo unánime basado –en gran medida– en una Cámara Gesell cuestionada fuertemente durante el debate por tres peritos especialistas al considerarla prueba no válida. La prisión domiciliaria ventilaría otros aires menos opresivos si no fuera porque la pulsera electrónica que le colocaron en el tobillo parece estar programada para el radio ultralimitante del patio. Cada vez que la mujer va al cuarto de al lado, la llaman desde el centro de control para advertirle destemplados que no se haga la viva y se reubique. “Dicen ‘che, por dónde andás, acercate al equipo (de monitoreo)’”, reproduce Flora, su hermana mayor. El relato por lo menos indigna, cuando se advierte a diario que genocidas detenidos por crímenes de la última dictadura violan sistemáticamente su prisión domiciliaria. Las fotos son muchas y variadas: las caminatas de Massera, los paseos en bicicleta de apropiadores pasando por las narices de hijxs restituidxs; las tardecitas de Jorge Luis Magnacco en el Patio Bullrich.

–La semana próxima van a pedir que se revise la sentencia. ¿Qué esperás a partir de ahora?

–Estar junto a mis hijos. Me comuniqué dos veces con el Consulado boliviano para pedirles si podían conseguirles pasajes para que vengan, pero no tuve respuesta. Sé que los niños están bien en el campo con mi padre, pero allí no hay escuelas y no quiero que les pase lo mismo que a mí. Hace tiempo que no hablamos y a veces pienso que ya no me sienten como su mamá. Por eso mi deseo es ser libre para volver a tenerlos conmigo, trabajar para ellos y salir adelante. Ahora ya no dependen del padre, dependen de mí. Ellos son mi mayor prioridad.

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